Graciela



Por alguna extraña razón, Juan siempre pensó que su familia era una experta en las cangrejadas tan famosas en Ecuador; ese ritual que reúne a las familias de Guayaquil en las noches alrededor de una mesa forrada con papel periódico. Cuando pasaba la temporada de veda todas las terrazas preparaban el ritual con el olor a mangle que llegaba del estero Salado. Guayaquil era una ciudad más de olores y sabores.

En el tiempo en el que intentó volver a casa para las festividades importantes notó una extraña rivalidad entre su hermana Graciela y su hermana Anita por ser las anfitrionas, por suerte Beatriz vivía en Alemania si no habría sido una disputa entre tres hermanas. Siempre tenían la amabilidad de llamarle para que fuera a una cena, un asado o alguna fiesta y siempre prefería enrumbarse a la playa. Conocía de memoria todas las playas de Ecuador, sus huecos y recovecos. Sus amaneceres y sus atardeceres.

Graciela le invitó un fin de semana a una cangrejada y él imaginó los cangrejos, los maduros, el encebollado y la cerveza para hacer un ceviche con el caparazón. Y fue. Y cuando llegó vio la sarta de cangrejos y comprendió que ni siquiera sabían que se debía matar a los cangrejos antes de limpiarlos. El proceso es sencillo, se agarra el cangrejo y se mete el cuchillo directo en los ojos, si sale con olor a mangle es que estaba vivo y podía ir a la olla, de lo contrario solo se desecha. No es la mismo que la langosta, lo ideal es meterla viva en agua hirviendo para que no pierda sus sabores o abrirla en la mitad y llevarla a la sartén con sal, pimienta, mantequilla y hierbas. 

Es lo que hacía cuando su amiga Nadesha le prestaba su casa en Tonsupa, cuando esa playa todavía era de pescadores. Muchas mujeres llegaron allá y muchas quejas le presentaron los vecinos a su amiga Nadesha, hasta que dejó de prestarle la casa. Su pasatiempo favorito era ir a la playa, a un acantilado donde llegaban los pescadores y escoger las primeras langostas atrapadas en la red. Las preparaba de manera sencilla, sobre todo a Isabel. A veces mientras esperaban tenían sexo ahí entre las piedras hasta que llegaran las canoas.

Mucha gente llegó a la cangrejada y casi nadie pasó del primer cangrejo. Pero sí de la primera cerveza. Sus hermanas si por algo se caracterizaban era por su apego a la fiesta, al baile, a empinar el codo más que sus cuñados cuando les daba la gana. Más Graciela. No había fiesta que se perdiera porque era la niña bonita del barrio. Su papá la imaginaba abogada, litigando en todos los tribunales. Y por eso su apego con Milton, el mejor amigo de Wilson, su cuñado, quien le consiguió un trabajo en una lavadora de autos cuando su vida era un desastre. Todos quienes trabajaban ahí hicieron una apuesta. Nadie creía que duraría una semana porque tenían una imagen de él como la de un niño protegido por sus hermanas. Y no duró. Fue cuando comenzó a estudiar de nuevo.

<<Este no es un hotel>>, le dijo una vez Graciela cuando volvió después de haber permanecido una semana desaparecido en la playa, sin nada para sobrevivir porque a él y a sus amigos les robaron todo por haberse emborrachado cuando acampaban en la playa. Y le tiró la puerta en la cara. Eran los tiempos en los que levantaban la casa de cemento con su cuñado Enrique a la cabeza; la casa que su papá cambió por la finca.

-         Pero tus hermanas te querían –le dijo Lorena mientras caminaban por Galerías, en Bogotá. Ella le había dado una clase de baile a su amigo Leo, un profesor de baile con mucho prestigio en esa ciudad. Fue el día en el que preparó un rissoto con un rack de cordero para celebrar su cumpleaños en la casa de sus amigas, Ana Sofía y Lucía.

-         Nadie lo ha puesto en duda. Creen que soy muy inteligente. Graciela, por alguna extraña razón, creía que mi vida valía la pena. Jacinto me regaló unas sábanas cuando me fui de casa; solo me fui con unas sábanas y un cartón lleno de libros. Tu tocaya, con la que me iba a casar, fue a recogerme para instalarme en una buhardilla donde comencé mi vida vagabunda.

-         ¿Y cómo es Graciela?

-         Es una larga historia.

-         Tengo tiempo –dijo Lorena.


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