La sorpresa y la tusa
De vuelta a casa,
después de vivir como delincuente juvenil algunas semanas y dormir en la calle, intentó rehacer su
vida. Patricio, su profesor de ajedrez, intentó aprovechar su habilidad para
subir y bajar paredes, una habilidad cultivada en dos años de colegio, en el
edificio donde están los novatos que sueñan con llegar al edificio central. Le
pidió ayuda para robar una casa, él actuaría como campana mientras Juan entraba
a la casa por la ventana. Por alguna extraña razón dijo no, si después de todo
ya había participado en asaltos a mano armada con pistolas de juguete. Sus
hermanas discutían enviarle a un colegio militar o uno religioso para ver si se
arreglaba de una vez por todas. Y volvió a las aulas y comenzó a estudiar.
Volvió a su fascinación por la química y la física. Hasta escribió en esa época
un tratado sobre el origen del universo con fórmulas matemáticas, dibujos y
todo. Era el tratado de Edgar Allan Poe, un borracho al que siempre ha
vuelto a leer con la misma admiración. Eureka se convirtió en su su palabra favorita. Hacía mapas
para explicar la distancia entre el Sol y la Tierra. Si algo admiraba de
Jacinto, además de haberse puesto a la familia sobre el hombro, era su
habilidad para el dibujo. Y comenzó a valorar el concepto de la lealtad. Ya en
el edificio principal del colegio tuvo un amigo con el que iba a todas partes.
Eran, como dice el dicho, uña y mugre, hasta que un día él hizo una travesura y
llegó el inspector a preguntar a toda la clase quién fue. Él le delató. Juan se
puso de pie y dijo: ¡Fui yo! Nunca más en todo lo que pasó el colegio le volvió
a dirigir la palabra. De pronto se vio envuelto en todo un activismo político.
En dos años lideró todo un movimiento que quitó la dirigencia del consejo
estudiantil a los llamados chinos, un movimiento aupado por el Partido
Comunista. Estuvo atrás de la revista del colegio, participaba en concursos
literarios. Sus profesores le retenían en los pasillos. El de química le
felicitó por el cambio y le pidió seguir adelante; el de lógica le admiraba
tanto que hasta soportó hallarle con una polla, resúmenes escritos a mano de
sus clases. Nunca supo para qué lo había hecho si se sabía de memoria toda su
clase. Le dejó seguir en el examen y no le defraudó con una puntuación de
veinte sobre veinte. Sus hermanas asistían orgullosas a su cambio. Para todo
era, pero vean a Juanito. El delincuente juvenil pasó a ser el orgullo de la
familia. Todos debían ser como él.
El último año del
colegio su inspector llegó al curso para calificar la conducta de los
estudiantes. Solo los nombraba les hacía poner de pie y daba la calificación.
Cuando le tocó su turno le dijo dieciséis sobre veinte. Juan permaneció de pie
y le dijo que no estaba de acuerdo, le pidió una explicación. Fue expulsado de
la clase y debía volver con su representante, Milton. La junta directiva del
colegio se había reunido y nadie entendía el motivo de la expulsión, el
inspector fue regañado y el volvió a clase en medio de aplausos. Ya no le llamaban a Milton para
regañarle sino para felicitarle. Antes de terminar el año, el colegio organizó
un partido entre los estudiantes y los profesores, la mayoría era parte del
Movimiento Popular Democrático, la izquierda cómoda que sacaba a los
estudiantes a las calles, mientras sus dirigentes bebían café en alguna
esquina. Ese día llegó con el balón al área chica y cuando intentó amagar para
seguir su inspector le metió un codazo en la cara que le reviró la nariz y le
dejó noqueado en el piso.
En el juramento a la
bandera, todo un acto solemne en los colegios, se arrodilló, pero decidió no
besar la bandera. Ya era un anarquista. En ese tiempo leía a Ernst Jünger.
Su hermano Milton asistió orgulloso a la fiesta de graduación que organizó el
colegio para los mejor egresados. Sus hermanas asistieron a su graduación, ahí
estaba Gladys. Ella era su estilista. Toda una emprendedora. A pulso se puso su
salón de belleza en los bajos de la casa, asociada con Graciela. Fue una de las
primeras emprendedoras de la familia. Aprendió el oficio sola. Se ganaba cada
centavo a pulso. Ella había sido una de las organizadoras de una fiesta
sorpresa para su graduación.
- ¿Y cuál fue la sorpresa?
–preguntó Lorena, sentada ahí en la plaza Foch, la zona bohemia de Quito, dos meses antes de la pandemia cuando la gente todavía podía salir y tomarse un trago en un bar.
Estaba hermosa, con su cabello recogido, sus botas, una falda negra y una
chaqueta amarilla. La elegancia de las rolas.
- La sorpresa es que nunca llegué a la fiesta. Con un grupo de compañeros habíamos decidido celebrar con una fritanga, como le llaman en tu país. Pero tenía que ser algo especial. Un compañero pidió prestada una camioneta a su hermano y fuimos a recorrer el valle de Los Chillos, en las afueras de Quito, por Sangolquí, en busca de un cerdo que deambulara por los matorrales. La fritanga se debía hacer con un chancho robado. Cuando lo encontramos lo subimos a la camioneta, pero chillaba como un endemoniado. Alguien dijo que si se le mete una tusa de choclo debía callarse. Salimos disparados y fuimos a dejarlo en la casa de uno de los compañeros para que sea sometido al sacrificio y a la paila. En esa familia nadie supo la procedencia del chancho. Ni el compromiso sellado para la fiesta de graduación que significó la desagregación del grupo. Y su alejamiento del teatro.