Las Perseidas

 



“Cuando la Tierra atraviese una nube de escombros cósmicos a mediados de agosto, los cielos nocturnos se iluminan con una extraordinaria exhibición de estrellas fugaces y alguna que otra bola de fuego. Cada año, la Tierra choca contra la trayectoria de la órbita del cometa y los escombros abandonados; hielo, polvo y trozos de roca del tamaño de un grano de arroz golpean las capas superiores de la atmósfera y se encienden en llamas, a veces hasta solo por una fracción de segundo”, le explicaba Juan a Lorena, sentados ahí en una pizzería, junto al cruce del río Tena y Pano. Pronto comenzaría a llover. La botella de vino casi se había acabado. Caminaron para cruzar a pie el puente sobre el río Tena. Era como si deambularan por un mundo de zombies, rostros escondidos en una mascarilla y miedo, mucho miedo. La sensación de angustia era asfixiante. Juan comenzó a sentirse atrapado en un mundo ajeno y distante. La humanidad se parecía a las Perseidas. Fue la angustia que sintió cuando Graciela le dio el portazo con la advertencia de que la casa no era hotel. Eran los años en los que creía ser Jean Genet, sin dirección alguna más que la de su editorial. Necesita enrumbar de nuevo su vida y comenzó a meter la pala sobre el ripio de la casa nueva que era levantada a costa de haberse quedado sin la finca cerca de Camarón. La pizza le recordó el olor de la empanada hecha en horno de leña en una tienda de Camarón. ¡Ah, es el hijo de Juan!, decía una señora muy amable y le regalaba una empanada antes de que llegara el atardecer, la noche sin luz eléctrica, llena de velas y fogones. Alguna vez llegó a tener en su departamento decenas y decenas de botellas de vino como candelabros, las velas calentaban más que cualquier calefactor. Antes de emprender un viaje a Berlín le encargó la llave a la novia de entonces, la favorita de sus hermanas, para que alimentara a sus peces. Había ido solo dos veces, la primera para poner un montón de comida en la pecera. La segunda, para hallar muertas a las bailarinas, ahogadas en tanta comida. Y botar a la basura todas las botellas de vino. La colección de su vida.

Nunca se casó, para desdicha de sus hermanas, sobre todo de Beatriz y Graciela. La conoció en la Universidad, él entonces era una especie de Jean Genet, el irreverente que vestía siempre con un paletó azul hallado en un mercado de pulgas. Y devoraba libros. Eran los tiempos de separar tiempos. De alejarse del teatro, de las plazas, de los escenarios, de los lugares que recorrió con Vera, el primer gran amor de su vida. La hija de uno de los guerrilleros más buscados en su país en la época del gobierno de León Febres Cordero. Y comenzó a buscar un espacio en el mundo del periodismo. Era su mundo, lo que siempre había deseado desde niño, cuando se papá le enviaba a comprar El Comercio y él bajaba hasta la iglesia que está junto al mercado del barrio y compraba el diario Hoy, un periódico irreverente con grandes columnistas. A los que conocería años después. El Comercio se había terminado, le decía a su papá. Una de sus primeras mentiras, como cuando les mintió a sus sobrinas en Frankfurt, muchos años después.

Lo último que hizo en teatro fue una adaptación de un cuento de Gabriel García Márquez, Ojos de perro azul, con su amiga Katya. Sentía que la época de las orgías, las borracheras, la vida de gitano había llegado a su fin. Todo se reducía a poner un punto final. Lo hizo con Jaqueline, cuando la vio llegar con su novio a lanzar piedras en la casa, donde estaba con Beatriz y Rocío. Reclamaba a gritos su parte de la casa, su parte de la herencia. Es de la que menos recuerdos tenía, hasta que la vio en el matrimonio de Rocío, cuando Graciela sintió los efectos de la Ley de Murphy, cuando piensas que algo malo puede pasar, siempre pasa algo peor. Y ahí le sentaron en la mesa con Milton y su esposa. Él estuvo en otra mesa con Gladys, Beatriz y Maribel, la madrina de boda, la madrina de Liz, la última de sus sobrinas. Alguien le contó que Jaqueline estaba por ahí y había sido un proceso de negociación voraz para permitir su presencia. En esa fiesta todavía no se escuchaba las palabras de Susana, después supo que ninguna fiesta familiar podía empezar sin las palabras de Jacinto y las palabras de Susana, el polo opuesto de Maribel, llena de juguetes sexuales que deseaba obsequiar a Susana a ver si se despabilaba y pensaba alguna vez en la infidelidad.

No volvió a saber nada de Jaqueline hasta que Gladys presentó a su hijo en sociedad, con las palabras de Susana y de Jacinto, por supuesto. Estaba sentada frente a él. <<Así que eres Jaqueline –le dijo–. Si sabes que te he odiado toda mi vida. Éramos niños cuando fuiste romper a pedradas las ventanas del departamento>>. A su lado estaba Graciela, no dijo nada. Nadie dijo nada. 

<<A veces nadie entiende las razones del otro. ¿Nunca te preguntaste por qué me fui?>>

-         Y por qué se fue.

-         No lo sé. Son los secretos de las familias. Quedó en contarme su vida de migrante, cómo es el paso de México a Estados Unidos sin papeles. Son historias ya demasiado contadas. Los absurdos de Becket se quedan cortos, ante esos absurdos. Los he conocido muy de cerca.

-         O sea que no vas a contarla.

-         Para qué. Ya no quiero hacer nada más. No voy a vivir en una sociedad de zombies, aunque mi cuñado, Torsten, el esposo de Rocío, me dijo que podía ir a su casa cuando llegará el momento de luchar contra los zombies. Me tendría un whisky con aroma a leña. La misma leña con la que empezó mi vida, en el fogón de mamá. Él intentó enseñarme a disparar. ¿Te acuerdas de ese video que te envié? ¿Y a quién estás tratando de matar>>, me preguntaste en modo sarcástico. <<A mi conciencia>>, te dije. Y era verdad.

Volvía a llover sobre Tena. La misma lluvia copiosa de siempre. La lluvia que años atrás arrasó su bar favorito, donde tantos fines de semana se emborrachó.

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