La vuelta a casa

 


Descalzo, vestido con un pantalón y una camiseta delgada había regresado a casa, al frío de Quito, después de un viaje lleno de esperanza, el peor de los males de la humanidad. Había caminado la eternidad y un día desde que su amigo le sacó de Atacames, la playa por excelencia de los quiteños, para llevarlo a su casa en El Carmen, un pueblo manabita de machete al cinto. Su mamá fue muy amable con él. Comía bien por primera vez en tres días. Nunca supo por qué nunca lo volvió a ver. Fueron a la playa para la gran fiesta en Carnaval y regresaron como pordioseros.

En ese entonces, como dicen los cuentos de hadas, en su casa todavía se levantaban los muros para la batalla de las mayores peleas entre sus hermanas y Milton. <<Esto no es un hotel>>, le gritó Graciela cuando lo vio llegar sin nada, en busca de refugio, antes de tirarle la puerta en la cara. Juan no dijo nada, asumía su culpa, solo agarró una pala y comenzó a mezclar el ripio porque había llegado justo para la minga. Una ceremonia donde familiares y amigos se reúnen para levantar las losas, la tragedia de la esperanza de un nuevo piso. La ilusión del crecimiento económico. El desvanecimiento de la finca donde había nacido, de la pangora que aparecía y desaparecía en el riachuelo, entre las piedras de una especie de acuario, de esa gallina clueca que halló en el río.

El pulso lo ganaron sus hermanas, en la planta baja donde Milton quería construir un garaje para guardar su carro finalmente se construyó un local donde Gladys puso su peluquería. Era su primer emprendimiento y se convirtió en la estilista de la familia. Al menos en su estilista. Siempre se cortaba el pelo con ella. Y esa costumbre la mantuvo años después, cuando hallaba un sitio donde le cortaban el pelo como quería siempre volvía. Evitaba ir a cualquier otro sitio. Lo halló en La Mariscal, donde Pily. Hasta cuando se fue a vivir a Guayaquil volvía a Quito, a veces, solo para cortarse el pelo; alguna vez en Frankfurt, Beatriz le llevó a cortarse el pelo donde un turco y armó un escándalo de grandes proporciones porque no siguió sus instrucciones. Beatriz no sabía dónde esconderse. Igual le ocurría con los hoteles o bares, siempre que necesitaba uno volvía al mismo.

Gladys tenía alguna forma de ser distante siempre. Nunca de Malena. Es un nombre asemejado a los cajones como un iCloud Drive, Google Drive, OneDrive y Dropbox que permite mover archivos y snippets de un servicio a otro con mucha facilidad. Gladys, según Apple, también tiene la posibilidad de sincronizar archivos entre dispositivos en iCloud.

El dinero ganado en la peluquería lo guardaba en un cajón de la cómoda de su cuarto y un día había desaparecido. Eran los años en los que sus hermanas no sabían qué hacer con él para regenerarlo, o meterle en un colegio militar o religioso. Los dedos de Gladys apuntaron a Juan. Él podía ser el único responsable de ese robo. Desde ahí comenzó a ser intransigente cuando le acusaban de algo que no había hecho. Siempre asumía sus culpas, nunca las acusaciones falsas. La escena la revivió muchos años después en el matrimonio de Rocío, cuando Malena había muerto. Un día cuando vivía en la montaña estaba en la casa de sus amigos haciendo karaoke, con Luis y Doris, en la madrugada sacó del garaje el carro y subió a su casa en el mismo conjunto. Luis viajaba más tarde a Lima. En la mañana, Doris le llamó para contarle que uno de los vecinos estaba histérico porque le acusaba de haberle chocado un auto de alta gama y amenazaba con una demanda si no llegaban a un acuerdo económico. Decía que él era abogado y su esposa trabajaba en la Corte de Justicia. <<Pásame al teléfono>>, le dijo. Con gritos intentó amedrentarle, tenía que pagar. <<Si quiere demandarme, adelante, demándeme, nos vemos en los tribunales>>, le dijo y colgó el teléfono mientras gritaba. Agarró la llave del carro y bajó a dejarlo en el garaje de la casa de sus amigos. A Doris le dijo que ahí estaba el carro para que le pruebe donde había un rasguño del destrozo causado en un carro cuatro por cuatro. Doris le llamó para contarle que su vecino ya había bloqueado su garaje. Era domingo. <<No hay lío>>, le dijo. <<Si mañana no está desbloqueado llamó a la Policía>>. Al día siguiente fue a retirar su carro y ya nadie bloqueaba el garaje. <<Yo no tengo problemas en asumir mis culpas. Tengo problemas en asumir las culpas de otros>>, le dijo a Doris. Fue uno de los más grandes escándalos que había visto ese apacible conjunto, junto a la montaña, con olor a eucalipto. Se había mudado hace muy poco. Una de sus tantas mudanzas, desde que salió de su casa con un cartón de libros y unas sábanas.

-        Ahora entiendo muchas cosas. No eres un santo que se diga tampoco –le dijo Lorena. Ya llovía sobre Tena, una lluvia copiosa, como de diluvio. Estaban sentados en un balcón de la cabaña.

-        Ni pretendo serlo. Nunca he evadido mis culpas, tal vez por eso no soporto las acusaciones falsas. La última vez que fui a Frankfurt, antes de esta pandemia, mis sobrinas Maribel y Cristina me reclamaron por no haber ido a sus matrimonios. Les mentí descaradamente. Te voy a contar la verdad.


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