La fenomenología del sexo
A su vuelta de Europa salió a la calle sin desempacar.
Después de todo no había nada, sólo un montón de libros. Caminó para reconocer
las calles de la ciudad, su arquitectura. Cuando era joven deseaba ser
arquitecto; su papá le obligó a estudiar Derecho; aceptó sólo para huir,
para escapar de ese silencio que le rodeaba, de las medias palabras, de las
mentiras, de las bromas, del escarnio por haber descubierto que era eyaculador
precoz. Nunca ejerció. No quería ser abogado, lo supo cuando publicó su primer
cuento y recibió un elogió general en el pequeño mundillo literario de la
ciudad. Eso er intrascendente, tuvo que ganar un premio con una novela corta para darse el lujo
de vivir como escritor; es decir, como burócrata; le dieron un puesto
administrativo en la Casa de la Cultura. Con ese sueldo y esporádicos ingresos
extra podía vivir sin apuros.
Marcelo llegó a un bar en La Mariscal donde tenía un
amigo barman, otro de sus sueños de juventud. De adolescente siempre soñó con
trabajar en un bar, mezclar tragos, conocer a una linda chica y casarse. Estaba
influenciado por esa película de Tom Cruise, que hizo del trabajo del barman
todo un espectáculo. Hasta entró como ayudante en un bar, cuando el Derecho le
comenzó a resultar insoportable. A la semana desistió. El tiempo pasaba a
prisa, volaba, se agitaba como un sauce frente a sus ojos.
Eso sintió el primer día que fue a la Universidad,
enfundado en un viejo paletó, como si fuera un anarquista en busca de la
anarquía entre los pasillos angostos de la Facultad de Derecho, por los que alguna
vez se paseó Pablo Palacio. Esa mañana sólo había desayunado fruta y jugo de naranja. Luego sería jugo de naranja y café. Alquilaba un pequeño cuarto
por Miraflores. Las mañanas resultaban ensordecedoras por el ruido de los
carros y el correteo de los buses. Llegó a odiar los chirridos de las llantas y
el griterío de la gente.
El estudiante provinciano, recién
llegado a la ciudad, se sentía sin embargo, como en casa, lejos de todo ese
infernal submundo que debió soportar cuando cometió el error de confesar a su
novia que era homosexual, para evitar el bochorno de acostarse con
ella. Nunca pensó que podía perderla de la noche a la mañana. Pensó
que tal vez seguiría siendo su novia. Se equivocó. Le plantó una bofetada
que lo dejó sentado en el sillón y se marchó. Tuvo que soportar la vergüenza y
el escarnio de sus compañeros. Era el raro del curso, el apestado de toda la
comunidad estudiantil. A su papá le confesó la verdad y él le ayudó a escapar
de esa pacata Riobamba. De esa sociedad amorfa, vacía, hueca, en donde sólo
soportaba cabalgar de cara al sol, rumbo a las eternas nieves del Chimborazo,
como un digno heredero de la dinastía Puruhá, en medio de esa vegetación llena
de mortiño, romerillo, sacha chocho, chuquiragua y valeriana, vendidas en las
calles de las grandes ciudades como plantas medicinales. Fue en un campamento
del colegio cuando supo que su vida estaría marcada para siempre. Tenía 14 años
y estaba en una carpa con su compañera en el páramo de Puyal, mientras todo el
curso había ido de excursión a recoger plantas y piedras para la clase de
geología. Cuando ella estaba recién bajándose el pantalón él supo que se había
corrido, estaba mojado y su pene era una cosa gelatinosa. Ella cubrió su rostro
con un pañuelo y lloró; creía que había hecho algo mal, que lo había
desencantado, que el amor había desaparecido y él no dijo nada. Le inventó una
absurda escena de celos cuando sus compañeros regresaron. Le dijo que deseaba
ser libre, necesitaba seguir su vida y vivirla solo a sus catorce años. Al día
siguiente se montó en un caballo y comenzó a cabalgar como un desesperado hasta
que el corcobeo del caballo, asustado por una culebra, le tiró al piso. Quedó
de cara al sol, había caído como un fardo pesado; por suerte no se golpeó la
cabeza. Cuando volvió a casa su papá estaba con un whisky sobre el escritorio y
con un libro en la mano, un cartesiano en todo el sentido de la palabra. Su
tema preferido de conversación era Descartes. Era un lector empedernido de
libros de filosofía, entre sus favoritos estaba la Fenomenología del
espíritu de Hegel que él nunca pudo leerlo completo. <<Por el análisis de los fenómenos observables puedes dar una explicación del ser y la consciencia>>, intentó explicarle alguna vez. Le apasionaba los libros de viajes,
en cierta forma porque una de sus grandes frustraciones fue haberse quedado
quieto, parado en una casa finca en las afueras de Riobamba a la espera de la nada.
- Te sucede algo –preguntó.
- Nada, sólo me caí del caballo, unas cuantas
magulladuras…
- Ve donde tu mamá para que te revise –le dijo.
A él nunca le gustaba hablar más
de la cuenta, tenía siempre las palabras justas para cada situación. Fue su
primer gran maestro. Otra vez en el colegio volvió a enfrentar a
su monstruo, a su incapacidad para no sabía qué. Volvió a sentarse
junto a su compañera en clase, a pasarse papelitos donde se contaban qué habían
desayunado; qué música escuchaban o se burlaban de los profesores con dibujos
obscenos. Ella era una gran dibujante, y también poeta, le pasaba breves frases
que más tarde se enteraría se llamaban haikus.
El aire es azul
como el ámbar
como el sueño
Las sensaciones sobre los ambientes y las situaciones que despiertan cierta emoción. Los sonidos alrededor de todo. Los
rostros de sus compañeros, las bromas que se dicen a medias, los cigarrillos
que se fuman al salir de clases a escondidas. Tenía un cuaderno lleno de apuntes, del que
deseaba hacer una gran sinfonía, deseaba dirigir una gran orquesta.
La música ha terminado,
la melodía se ha ido
y el color sigue ahí
Pronto volvieron a salir, a
bromear y ella le dijo que estaba dispuesta a perder su virginidad con él en
ese momento. Deseaba experimentar lo que era el sexo. Había terminado de
leer Madame Bovary y ansiaba sentir lo que ella cuando se dejó
llevar por los brazos fuertes de Rodolfo; perderse sin explicaciones ni
remordimientos en el regazo de la lujuria y la lascivia.
El atardecer es una hoja
que sacude mi clítoris,
una hoja que respinga
Marcelo también se sintió poseído
por un deseo endemoniado, su pantalón comenzó a hincharse en la heladería donde
hablaban; ella fue al baño y él la siguió, pero cuando llegó sintió que su
pantalón ya estaba mojado. Esa vez sólo la besó en la frente y salió como un
desesperado; corrió por esas calles antiguas, llenas de historia; en donde
alguna vez estuvo la Ciudad de Liribamba, donde ahora está Colta, una de las
más bellas y más grandes de la colonia; donde alguna vez se fundó Quito; la
tierra de los puruhas. Por sus mejillas rodaban las lágrimas, al sentir su pene
gelatinoso. Sentía un deseo detenido en el tiempo, unas ganas inmensas de
experimentar con el sexo, de entrar con su pene en una vagina, en la de ella. A
su paso veía mujeres, senos, culos y nada despertaba a su pene. Se sentía
un lisiado, un impotente, un cero a la izquierda. No podía entender qué le
pasaba y no tenía a nadie a la mano para preguntárselo. No podía hablar de eso
con su papá, nunca le había tenido la suficiente confianza cartesiana.
A casa regresó sudando y se metió
en la ducha, en un chorro de agua más fría que el mismo hielo del Chimborazo.
Su pene parecía una alcaparra. Se lo haló y se lo metió entre las piernas.
Quería saber cómo se vería como mujer. Corrió a esconderse entre las cobijas, a
pensar de nuevo en Cecilia y pronto sintió una erección y comenzó a frotarse y
frotarse, el capuchón comenzó a desprenderse poco a poco y poco a poco su pene
comenzó a ponerse algo tieso, luego un poco duro. Y cuando recién comenzó a
sentir que ya estaba tieso un líquido tibio y pastoso mojó su mano. Su mamá
golpeó la puerta de su cuarto y lo llamó a comer. <<Ya voy, sólo guardo
unos cuadernos>>, dijo. <<Padre nuestro que estás en los cielos>>,
comenzó a decir su mamá, y él pensó que debía estar en el infierno, porque es
una palabra bonita. Infierno rima con todo, le había dicho Cecilia.
Infierno es el templo
de la mañana sin luz
de la tarde sin sombra
Después de comer una sopa de
cebolla dijo buenas noches y se fue a su cuarto. Cuando todas las luces se
apagaron salió por la ventana y fue caminando hasta la casa de Cecilia.
Golpeó su ventana y entró. La halló leyendo.