La carpa
¡Solo acelera!, le dijo. Estaban en los bordes de la
playa de Muisne, una isla de Esmeraldas a la que solo se llega en gabarra. Es
una playa gigante con muchas olas y pocos turistas. La idea era llegar lo más
lejos posible del atardecer para tener sexo en la playa al aire libre. Un
montón de balsas y piedras encunetó el carro. Unos pescadores del lugar
ayudaron a sacarlo cuando ya parecía que las aguas se lo llevaban. Ella le
había dicho que deseaba terminar la relación porque se había enamorado de
alguien más y Juan le había dicho, bueno. Que no había lío y fuera feliz.
Muchos años después, nunca entendería por qué nunca se enamoró de ella.
Antes de terminar el colegio supo que algo especial le
asociaba con la playa. Las olas, los atardeceres, el ruido, el golpeteo del
viento, el olor de su cocina al aire libre. Con ella fue a Montañita una noche
de mucha marihuana y mucho sexo, cuando recién comenzaban a salir. Se fueron con
chicos cuya única misión en la vida era sacar dinero a sus padres e ir de clínica
en clínica; de desintoxicación en desintoxicación. Fue la primera noche que
tuvieron sexo de verdad, en un hostal junto al mar. Era como una especie de bungalow. Juan estaba sentado en las
gradas y ella recostada en la cama, sintiéndose culpable por haberle sido
infiel a su novio. En ese momento extrañó su vida de colegial, de actor de
teatro repartiendo el sombrero en busca de unas monedas. El momento de la vida
en el que toda la humanidad alguna vez fue feliz. Ese viaje con sus compañeros
de colegio en el que cada uno llevaba algo para sobrevivir en Carnaval, en
Atacames. Un caldero, una carpa, una radio para escuchar música y unas ganas
inmensas de meterse en el mar.
El encuentro fue en la terminal terrestre de Cumandá,
esa parte del centro histórico devenida en un antro donde siempre veía, cuando
era niño, a una prostituta arrimada a la pared con una sonrisa lejana,
distraída. Le recordaba mucho a Ana Karen, una prostituta del chongo de su
pueblo natal, cuando ya le dejaban entrar. Su primo la llamó a la mesa y entre
trago y trago le pidió que fueran a la habitación. <<Si va tu
primo>>, le dijo.
En el bus comenzó la fiesta con un anisado barato mezclado
con fresco solo, polvo azucarado. Comenzaron las apuestas de quién podía orinar
por la ventana en plena tempestad. Al llegar instalaron la carpa y buscaron a
los pescadores. Pescado para el caldero en una fogata. Toda la playa estaba
llena de carpas. ¿Para qué pagar hotel? Tras calmar el hambre fueron en busca
del elixir de la vida. Su amigo, quién terminaría llevándole a su casa en El Carmen, dijo
Caña manabita. Y Caña manabita fue. Fueron como seis botellas para siete. En
todas las carpas había una fogata. La felicidad fue completa hasta que
amaneció. Todos estaban fuera de la carpa, sin mochilas, sin caldero, sin radio,
sin dinero, sin nada, solo con lo que llevaban puesto. Alguien les contó que
los ladrones se dieron el tiempo para sacarlos a rastras de las carpas,
mientras recogían todas sus pertenencias. El fin de mundo había llegado y el
mundo tan preocupado hoy por una pandemia.
En Atacames, en los feriados o festivos, todo Quito
llegaba. Muchos conocidos se acercaban y después de lamentarse les decían ¡qué
pena! Pero sírvanse un trago. El licor nunca podía faltar y todos conocieron lo
que era el hambre. Cada uno se dispersaba por dónde podía en busca de ayuda. Y
la única ayuda hallada era el licor. Ya en la noche Juan, en su última borrachera,
vio una discoteca de moda con una larga fila para entrar con cover. Se quedó
parado en la puerta conversando con el guardia de seguridad que controlaba el
acceso y de pronto ya estaba en la mitad de la discoteca arrimado a una pared
de caña guadua. <<Quieres bailar>>, le dijo una esmeraldeña. Al día
siguiente despertó afuera de la carpa. El sol quemaba. Su amigo le dijo que
había conseguido un aventón y podían ir a la casa de sus papás en El Carmen.
Así emprendió la huida. Y un regreso a casa a pie, hasta que Graciela le tiró
la puerta en la cara.
-
O
sea que el niño se larga, se emborracha, le roban todo y esperaba ser recibido
en alfombra roja. ¡Ay, Juan!, le dijo Lorena. Estaban sentados en el
puente del río Napo, a treinta minutos de Tena, el mundo de los monos
capuchinos, el puente que lleva a unas cabañas administradas por la comunidad. El mundo
de la ayahuasca, el bijao, la yuca, el plátano, el camote, el maracuyá y la naranjilla.
-
Es
la ilusión del porvenir, supongo. En esos tiempos no pensaba sobrevivir. Hasta
busqué cicuta para morir como Sócrates, solo que Katya, mi amiga con la que
hacía teatro y era enfermera también, me llevó una cicuta de mala muerte, como
una especie de crack comparado con la coca. Y nada, pues me quedé sentado estúpidamente
viendo como la muerte no llegaba.
-
Pero
no me ibas a contar él por qué les mentiste a tus sobrinas tan descaradamente.
-
Sí.
Por eso recordé ese viaje a la playa en Carnaval. Yo vivía en Guayaquil y si no
iba a casa cuando vivía en Quito, peor
cuando vivía allá. Beatriz había llegado de Alemania y para variar mi familia
se iba reunir en esos carnavales. Ella me hizo prometer y jurar que iría. Fue
una experiencia inolvidable. Era recordar los años de la infancia. Me detuve en
la entrada, en una finca donde recogía café para el trago de la semana. El
pueblo parecía estacionado en el tiempo.
El parque, la iglesia y el cine. Las mismas tiendas,
el mismo comercio. Otros actores; ya no estaba el Quedishe, el protector de
grupo que murió al saltar al río luego de escapar de una pelea en el chongo. Su
cuerpo fue hallado en Ventanas, el pueblo más cercano a Echeandía, sin ojos. Los
pescados se los comieron. Luego se detuvo en el chongo, el cafetal seguía ahí. La
entrada angosta y empinada permanecía intacta. Pasó por la finca donde nació. La
entrada no había sido cambiada. El tiempo, al parecer, no
podía con ella. Cuando llegó a Camarón el centro de la plaza era intransitable.
La fiesta del Carnaval había empezado. Cada familia formaba grupos con decenas
de cervezas en el centro. Milton le reconoció y le pidió que subiera a su casa.
Ese día había fritada. En el balcón, entre la muchedumbre, pudo divisar a Gladys
y Malena, regresaban del río, como dos niñas ansiosas de curiosidad. <<Es
el Juanito>>, escuchó decir a Gladys y las dos corrieron a abrazarlo.
La mesa estaba servida y Milton le invitó a pasar con
toda la solemnidad que le caracterizaba, desde siempre. <<Ya vienen Gladys y
Malena>>, le dijo.
Ese fue el día en el que vio cómo se mata un cerdo para el desayuno; ese día vio cómo la gente en cinco minutos puede ayudar a sacar un carro encunetado en un
pantano; fue la noche en la que durmió en el carro porque no soportaba a los
borrachos y la mañana en la que fue a recoger la leche para el desayuno. Leche recién sacada de las vacas. Fue el
último día en el que vio a Gladys y Malena juntas, jugando como dos niñas,
asombradas por la vida.