No hace falta tanto compromiso
Y si Hawthorne hubiera escrito la historia de la
ballena blanca en lugar de Melville, ¿cuál sería la historia? Es una pregunta
que le taladraba en el vuelo de regreso a Quito. Hawthorne es un escritor de
tierra, de las brujas, de los hombres que se van de su casa por años y
comienzan a espiar el luto de su esposa. Melville es un escritor de las aguas,
de los océanos, de esa ballena blanca igual a los demonios de Hawthorne. A eso
se reducía la literatura occidental. Hasta que llegó Joyce y puso en el caldero
el sexo, la infidelidad y el whisky. Aunque todo eso ya estaba en la literatura
de mucho antes, en los libros apócrifos. No había nada que contar. ¿Cuál sería
la historia del mundo si Caín fallaba en el intento de matar a Abel y Abel en
un arranque de furia se convertía en el asesino? Los límites entre la bondad y
la maldad.
La ciudad era la misma, con nuevos ricos en el
gobierno llamado revolucionario de los pobres, de autos de alta gama y
caravanas de guardaespaldas, como si el país fuera una hacienda bananera de
algún nuevo rico de mal gusto. Ellos llegaban en carros con vidrios polarizados
a los bares de esa zona de La Mariscal a emborracharse para después ser
recogidos por choferes pagados por el Estado. Hombres que ya con dinero
comenzaron a cuestionar la institucionalidad del matrimonio, puertas adentro. Bourdieu,
el filósofo de la vida cotidiana, fue usado para justificar el fin del amor, la causa del rompimiento de su matrimonio para irse con sus asistentes más jóvenes que sus esposas. A ellas las traicionaban después con chicas de los night clubs de lujo de la ciudad, con cuentas de hasta cuatro mil o cinco mil dólares la noche. Era su condición humana. Así conoció la historia política del país. De los hombres que hablaban de moral, de las faldas cortas con las que mejoraban la farra del poder y se jactaban de haber refundado el país. Refundido el país.
En el bar estaba Micaela, una rubia de ideas
radicales, que creía insoportable la vida sin Chanel y nunca salía con un
hombre que no tuviera en su garaje un auto deportivo, porque ella odiaba
manejar, le era insufrible. Tenía esa misma manía de Jorge Luis Borges de
querer pertenecer a una aristocracia muerta y rehusarse a ser un engranaje más
del capitalismo cuyo mayor símbolo fálico era el volante, según justificaba ella
muy graciosamente. También estaba Estela,
una aprendiz de escritora, una gran comunista que no podía acostarse con un
hombre sin olor a Versace, Dolce & Gabanna o no tuviera un BMW, un Porche o
un Aston Martin. Manejaba una Harley. Ella creía en la libertad de la moto. Con
una mamá impositiva que le obligaba a estudiar Medicina y un papá infiel,
siempre de viaje. Con las dos Marcelo había tenido la vergüenza de acostarse. A
las dos antes les había aclarado que era un eyaculador precoz. Lo decía con
cierto orgullo, como si eso fuera un don. Y lo parecía, porque muchas mujeres
se acostaron con él sólo para comprobarlo.
Al entrar se quedó un rato de pie. No quería saludar
con sus amigas y tampoco deseaba estar solo. La soledad era algo innato en él y
por eso ya estaba cansado de ella. Era como un largo matrimonio obligado a
concluir en silencio, sin discusiones ni reclamos. Los finales, lo creía,
siempre debían ser tranquilos. Terminar sin rencores, sin reproches.
Simplemente decir adiós y marcharse. Se alborotó el pelo para fingir que era
otro y fue hasta la barra. Su amigo estaba más cansado, ni siquiera le
reconoció. Sin verlo preguntó qué le servía y él le respondió con silencio y se
mantuvo así hasta obligarlo a levantar la cabeza. ¡Qué cabrón! Se llamaba Jorge
y estaba hastiado de servir tragos a la gente. No podía soportar hacer un
cóctel más. No tenía más opciones, dos hijos en la escuela le obligaban a
buscarse el pan de cada día en la noche. Quiso ponerse al tanto de las
novedades de la ciudad, aparte de la apertura de nuevos bares nada podía
contarle porque su mundillo se reducía al bar y la casa. Sus ingeniosas mezclas
eran parte del olvido. El dueño del bar estaba insoportable con tantos
impuestos que le metieron al licor en un gobierno donde la moral pública era la
moral de un gobernante agobiado por sus vicios morales. Por ejemplo, le dijo,
si agitaba un poco de aceite de oliva con unos ajos tostados más un poco de
leche condensada, mezclado todo eso con algo de vodka más salsa tabasco podía
obtener un afrodisíaco mejor que el viagra. Marcelo dijo paso. Los clientes
huyeron del bar porque ya no podían darse el lujo de parar una tarde cualquiera
y disfrutar de su ocio con un coctel. Un simple martini costaba nueve dólares.
Poner un precio más bajo habría llevado a la quiebra al sitio, como ya ocurría.
De cinco meseros que atendían, quedaban dos. Así fue como comenzó la decadencia
económica del país, mientras unos llamados revolucionarios se paseaban en autos
de alta gama.
Marcelo pidió un bourbon y fue a sentarse con sus
amigas, que hablaban de la vida nocturna de Quito terriblemente aburrida. Le
saludaron efusivamente, había estado cerca de seis meses fuera del país; se
había ido sin dejar ninguna nota y regresaba de la misma manera, sin hacer
ningún anuncio. Salió del país huyendo de una bailarina de streptease, con la que compartió muchos momentos.
-
Tal
vez –reconoció él.
-
Tal
vez qué –preguntó Micaela.
-
Tal
vez no sea aburrida, tal vez los aburridos seamos nosotros –dijo él.
-
El
aburrido serás tú, porque yo hago mucho –replicó Estela.
-
Cómo
qué...
-
Pues
mañana voy a Cayambe a organizar un sindicato en una florícola. Y la próxima
semana me voy a Cuba a un concierto de Silvio Rodríguez...
-
Y
el jueves irás a un motel, sola, a masturbarte, porque te convencerás de que el
bien común es una mierda y no hay nada como el bien individual, ese que
practicas cuando vas en tu Harley por la calle.
-
Volverá
a mí, la maldita primavera –improvisó Micaela.
-
Eso,
hagamos una noche de plancha. Otros caminos quise andar y otros besos pude dar,
pero nunca los besos tuyos me hicieron olvidar –insistió Estela, que había
vivido varios años en Colombia y dedicó la canción a Marcelo.
-
Tengo
razón, los aburridos somos nosotros –dijo Marcelo.
-
Y
habló el escritor de los diez segundos –dijo Micaela.
-
Pero
por lo menos fueron diez segundos antes eran solo cuatro...
-
Conmigo
fueron once segundos –dijo Estela.
La conversación fue interrumpida por una estampida de
sirenas. Los tres se acercaron a la ventana que daba a la calle y vieron pasar
una infinidad de motos y carros con vidrios polarizados y hasta una ambulancia.
Parecía un cortejo fúnebre de un nuevo rico, de esos que hacen plata de la
noche a la mañana y no necesariamente se caracterizan por el buen gusto. Jorge
les aclaró que era la escolta presidencial, llevando al presidente de la
República de una revolución de autos de lujo y aviones personalizados.
-
Y
después dicen que este país es pobre, que no hay plata, que hace falta esto y
lo otro y bla, bla, bla –dijo Marcelo.
-
Quién
lo dice –preguntó Estela.
-
Tus
camaradas.
-
¿Mis
camaradas? ¿Y acaso dudas de que este país sea pobre? ¿Crees
que todos se van de vacaciones a Europa y cuando regresan van por las tardes en
busca de un bourbon para matar el tiempo? ¿Crees que todos pueden darse el lujo de ir de bar en bar
todas las noches?
-
No
lo sé, dímelo tú.
-
¿Necesitas
que alguien te lo diga? ¿Estás demente?
Estela buscó en su cartera un cigarrillo y lo
encendió. Necesitaba fumar para calmarse. Podía acabarse una cajetilla al día.
En realidad no soportaba a Marcelo. Era un buen amigo si se lo proponía, le dio
refugio cuando huyó de su casa cansada de las peleas de sus padres. Pasó toda
la noche vagando como una pordiosera, sin saber a dónde ir. Fue al sindicato de
los eléctricos, estaba cerrado; recorrió todas las centrales sindicales y en
ninguna atendían. Se quedó en una pequeña fonda de la calle Michelena, al sur
de Quito, y pidió una jarra de jugo de caña de azúcar mezclado con puro, un
trago con más de 60 grados de alcohol. Era un lugar con mucha vida, decenas y
decenas de gente pasaban por ahí; le recordaba mucho un barrio de Queens. En
las veredas se podía hallar desde ropa interior hasta los últimos cidís de
algún grupo de moda. Y había toda clase de comida, embutidos que hasta los
alemanes envidiarían y empanadas y caldos y tortillas con caucara y morochos y
guatitas, una especie de callos madrileños con arroz y huevo cocido. Todos los
locales estaban llenos y por la calle caminaban ríos y ríos de gente. Parejas
felices que iban agarradas de la mano de sus hijos, gente sin ningún motivo
para ser infeliz, sin mamás impositivas ni padres ausentes. A la mañana
siguiente despertó en un hotel barato de la zona, a su lado estaba un tipo
desnudo, con un montón de pelos en la espalda y una prominente barriga, con olor
a alcantarilla. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar en ese
momento; recogió su ropa en silencio y salió; ya en la calle corrió como
desesperada hasta terminar completamente exhausta, tirada en un parque
desconocido, buscó entre sus bolsillos y halló algunas monedas y el único
número de teléfono que recordaba era el de Marcelo. La pasó a recoger más
tarde. Estaba sentada en la banca de un parque, bajo una copiosa lluvia,
llorando. Pasó algunos días en su departamento, durmiendo en el sofá y
alimentándose con sopas Maggi, hasta que la halló su mamá y la amenazó con el
suicidio si no regresaba a casa y a la universidad. Su papá sumó su grano de
arena al amenazarla con vender la Harley si no entraba en razón y le hacía caso
a su mamá. La hija pródiga regresó a casa, a su cuarto lleno de peluches, con
un póster gigante del Che Guevara abrazado a Fidel Castro y otro de Paul Sartre
encabezando una marcha en París.
Estaba convencida de que en un futuro los jóvenes de
sus siguientes generaciones tendrían en sus cuartos posters de ella desafiando
a la autoridad, al poder al que servía.